CARTA DE UNA VÍCTIMA DE VIOLENCIA DE GÉNERO
Hola,
Hasta el año
pasado, cuando me enfrenté a los estudios de un curso de violencia de género, yo creía que había
permanecido en la situación de malos tratos porque estaba enamorada de mi
marido y porque, cuando había escenas entre nosotros, veía a mis hijos sufrir y
quería evitarles el sufrimiento.
Respecto al amor de él, estaba segura de que los “malos tratos” -entre comillas, porque entonces no les daba ese nombre- eran un error de percepción por mi parte, que era yo la que no sabía hacer bien las cosas y que él en cambio tenía dentro un algo, un destello, no sé, eso que me había enamorado en un principio, que se abriría camino y vencería frente a todos los escollos. Me parecía que nuestra relación estaba llena de baches que yo, como hábil mujer, tenía que apartar de nuestro camino. Si no conseguía apartarlos, era porque no encontraba las habilidades que, al fin, si las lograba desarrollar, conseguirían restaurar nuestro primer amor.
Me sentía sola e impotente. Estaba sola frente a él -aunque entonces yo creía que
era con él-. Pensaba que no sabía
portarme a la altura del hombre bueno y valiente que él era. Creía que el
desprecio que él me mostraba no era por mí, sino por lo inadecuado de mi
comportamiento. Así, yo, en vez de sentir su desprecio y su desamor, me sentía
agradecida por hacerme ver lo inadecuado de mi manera de abordar las cosas.
Por otra
parte, yo veía a mis hijos desvalidos y pensaba que ese desvalimiento de ellos
lo causaba yo. Me parecía que, en los momentos en que lograba ser lo
suficientemente hábil para no desatar la dureza de él, mis hijos se esponjaban
y se fortalecían y parecían perder el miedo y volvían a reír. Esa manera de ver
las cosas, que era parte de mi ser interior, hacía que me esforzara eternamente
por ser complaciente y buena con él y que aceptase todos sus preceptos como si
incumplirlos me convirtiese en mala persona.
Estaba
profundamente desorientada, pero me focalizaba en él, pues no había nadie más.
Él tenía un comportamiento ambivalente. Ante los amigos y su familia era
encantador. Ante mi familia no tenía que disimular, porque no estaban: mi gente
había salido huyendo desde el principio y nunca me dijeron por qué. En realidad
yo pensaba que les había ofendido por casarme con un hombre que ellos no
aprobaban y que, por lo tanto, me desaprobaban a mí. Así que estaba sola con
él, con su gente y sola con el desvalimiento de mis hijos que sólo acusaban la
tristeza cuando había escenas entre nosotros. Por tanto, ser capaz de controlar
las escenas se convirtió en prioridad para mí.
Por otra
parte, al principio, cuando él se pasaba de tono, se volvía muy meloso y
conquistador, muy dulce, me traía flores, regalos, hacía elogios a la comida,
me veía guapa y lo decía, así que yo llegué a pensar que sólo tenía que ser
como a él le hacía feliz para que su actitud me hiciese feliz a mí y los niños
estuvieran contentos y seguros.
Él hacía
muchas bromas a los niños y, cuando yo me sentía peor, ellos se reían de mí, de
mi cara, de mis lágrimas si lloraba. Me sentía ridícula. Pero el hecho de estar
sola, siendo objeto de bromas por parte de todos, incluso de los niños, con su
inocencia, terminaba haciéndome sentir que era quisquillosa, exagerada y tonta
y por eso claudicaba y me pasaba a reír con ellos, para poder soportarlo como
una simple broma. De todas formas, entrar en sus bromas como si fuesen alegres
era la única manera de poder reír.
Yo no llamé
nunca malos tratos a lo que sufría, creía que era normal, que eso era así; eso
era estar casada, tener hijos, familia, sacarlos adelante; todo eso formaba
parte del sacrificio necesario de la vida, igual que parir hijos se hace con
dolor. También, igual que en un parto la relajación, la respiración controlada
y el aguante lo hacían más llevadero, pensaba que relajarme, aguantar y poner
buena cara ante el mal tiempo que vivía, daría el fruto normal de una vida
normal con hijos normales y un estar normal entre la gente.
No me
planteé problemas por el hecho de que mis amigos fuesen todos sus amigos y mi
familia fuese su familia, porque al haber desaparecido mi gente de mi
alrededor, pensaba que algo malo desprendía yo que, si lo dejaba brotar otra
vez, terminaría contagiando también a mi relación con ellos, a mi marido, a mis
hijos, a su familia, a sus amigos: a lo único que tenía. De manera que, si no
tenía cuidado con lo que hacía, podía perder también a mis hijos y tal vez a mi
querido esposo y también a todos los que creía nuestros amigos que pululaban
por nuestro alrededor. Por supuesto, eso fue lo que de hecho terminó
pasando cuando rompimos. Perdí a todos.
No me planteaba separarme a pesar de que yo trabajaba y ganaba dinero, porque
pensaba que la situación tenía solución si yo “me comportaba” y, además, me
consideraba incapaz de administrar bien la economía, creía que no podríamos
comer ni pagar la factura de la luz ni el teléfono, que no iríamos nunca más de
excursión, que los niños se marcharían de mi lado, que no sabría educarles, que
les privaría de su padre, que les quitaría la risa… En cuanto a la economía, él
administraba todo desde una cuenta única que siempre estaba vacía y yo, hasta
que me separé y vi cuáles eran los gastos reales, creí que todo el dinero se
iba porque yo lo administraba mal. En un momento en que me sentí peor de lo
normal, abrí una cuenta a mi nombre para ahorrar algo del dinero que ganaba.
Pero me sentí tan traidora, tan mentirosa, que se lo dije y le entregué todo el
dinero. Con ese dinero ¡él se fue de vacaciones con otra mujer! ¡Pero lo que yo
entendí entonces fue que me había merecido ese castigo por haber tratado de
engañarle! También rumié que, por ser yo mala, inadecuada, él lógicamente
perdía su amor por mí; si así era ¿qué podía hacer yo para enamorarlo de
nuevo…?
Todo siguió
así, en un presente eterno y cada vez más triste. Como, hiciera lo que hiciera,
yo nunca conseguía estar a la altura de sus expectativas, entré en depresión
profunda, arrastrando una doble vida demoledora. Por un lado, era competente en
mi trabajo y vivía mi vida profesional como una ganadora, con premios y
reconocimiento de mis superiores y mis iguales; pero no hacía amigos entre mis
compañeros, así que me tenían cierta envidia y me creían fuerte y feliz. Por
otro lado, interiormente estaba desmoronada y los únicos agarres que daban
sentido a mi vida eran ver a mis hijos reír, por un lado, y seguir trabajando
como si no pasara nada, para sentir que yo algo valía, por otro.
Así siguió
todo hasta que, un día, mi marido intentó ahogarme porque me quedé dormida
mientras él quería sexo. El shock de sentir la falta de aire, de tenerlo encima
de mí apretando mi garganta, me hizo gritar de terror y desperté a los niños.
Él no me dejó moverme para ir a consolarlos y eso me abrió los ojos al miedo.
A partir de
ese momento, no me planteaba separarme por miedo a que, si intentaba irme, me
matase; por miedo a que hiciera daño a los niños, por miedo a rompernos todos.
Aún así, no pensé que él fuese malo o que no me amara. Seguía creyendo que la
mala era yo, que era inadecuada, que no sabía demostrar amor, que merecía ser
castigada.
Otra cosa
que me impedía separarme era mirar el abismo infinito del fracaso de mi vida.
Había vivido con él veinte años. Había parido hijos y había dedicado mi vida a
un amor que era mentira. Si eso era falso ¿quién era yo? Era como enfrentarse a
la nada, al no ser, al absurdo, al vacío absoluto.
Simultáneamente, pensaba en él, recordando el amor que me inspiró cuando nos
conocimos, como si fuese mi patria, mi país, un lugar por conquistar y merecer,
un ideal que merece la entrega de la vida; el único referente que había tenido
y que, ahora, con ese extremo horror de sentir la muerte cercana y posible a
sus manos, se convertía en un terreno que tenía que reconquistar, no en algo
perdido, sino en algo que se separaba de mí como si fuese un trozo de mí misma
y me desgarrara. Me perdía en ese dolor, ese miedo y esa incapacidad.
Todo terminó
un día que, ante algo que yo le ofrecí como regalo, que era una oferta de
volver a empezar, él lo despreció, se volvió como loco y saltó encima de mí a
golpearme. En ese instante se me cayó la máscara y vi que nuestra relación no
tenía retorno y me fui de casa, como quien se tira por un precipicio.
Sin embargo,
me costó mucho marchar de su lado y vivir, porque la vida que había elegido al
marcharme tampoco era vida. Por un lado, los niños se vinieron conmigo y él me persiguió
con amenazas, insultos y vejaciones durante años. Al ver los insultos,
persecución y desprecios que él nos daba, las criaturas se apretaron a mi
alrededor, y eso me fortaleció. Pero luego él cambió de táctica. Empezó a hacer
de buen papá, a conquistar a los niños con regalos, viajes, espacios y dinero,
que yo no podía darles. Además, él se volvió permisivo y liberal; así los niños
se sentían más cómodos a su lado que al mío, pues yo les imponía normas de
conducta y él en cambio les dejaba hacer lo que quisieran y les daba todos los
caprichos.
Al cabo de
unos años, mis hijos se fueron a vivir con él. Aunque mantenemos la relación,
con los años, he perdido también el corazón de mis hijos. Todos están alrededor
de él, lejos de mí.
Vivo en el
destierro de mi familia de origen, porque no supe retener a mi hombre ni a mis
hijos; en el destierro de mis hijos que se han ido con su padre; en el
destierro de los amigos que creía tener, porque no he vuelto a ver a ninguno.
He perdido mi profesión por una discapacidad causada por una enfermedad
autoinmune que debo a los años de estrés. Vivo lejos de mi tierra. En esta
nueva tierra, tengo amigos nuevos, sobre todo amigas, pero ninguno de ellos
toca mi médula, ya que en esta batalla he perdido la médula. Tengo nietos y la
relación con ellos también está marcada por el abuelo. Vivo sola.
Por tanto,
las gentes que me ven, sola, si son chicas que están en situación de malos
tratos, se tientan bien las riendas para no verse como me veo yo. Ésa, ver lo
que les pasa a una mujer que escapa, es también buena razón para no escaparse
de la relación y, en cambio, tratar de capearla y sostenerla y conservar lo que
una cree que hay de salvable.
Por último,
decir que desde que estudié este curso de malos tratos iluminé mi camino y
comprendí que no soy mala gente. Eso me ayuda a reconciliarme conmigo misma y
con la vida. Ahora sé que, aunque vivo en el destierro y tengo mucho dolor que
sortear, no soy mala persona; que actué siempre por amor y por bondad del
corazón; que no exageraba el dolor sino al revés, lo achicaba; que si
algo tengo que reprocharme es el no haber sido lúcida, el dejarme atrapar en el
amor del príncipe, el haber estado indefensa frente a la bestia, el no tener
luz con que guiarme y, por tanto, no tengo que sentirme mal por eso sino bien,
consolarme y felicitarme por ser valiente, por seguir viva y por conservar la
risa a pesar de todo. Ahora trato de agarrarme al buen humor, dedicarme a
actividades que me gustan y a mis amigas nuevas.
También he
comprendido que puedo ayudar a otras mujeres a encender su luz antes de que el
destrozo de sus vidas las arrase.
Sin embargo,
me doy cuenta a mi vez de que, al ayudarlas encender su luz, ellas ven el
horror y muchas veces, en vez de tomar fuerzas para marcharse, se fortalecen
para resistir más.
Es muy difícil ser maltratada y marcharse del maltrato. Quizá habría que
preguntarse por las razones para escapar de él. Es también muy difícil haber
sido maltratada, haber escapado, y seguir riendo y estando viva a pesar de
todo. Parece que tengamos dos vidas en vez de una sola, que seamos dos personas
o dos trozos de persona, en vez de una sola persona entera.
Felicito por
su suerte a las ylos que no comprenden las razones para permanecer en la
relación de malos tratos, porque es señal de que no han pasado por esto.
Mando una
sonrisa cómplice para las que sí lo saben.
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